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Moisés Naím nos contaba en La guerra contra la verdad, que al mismo tiempo que hoy tenemos más información que en el pasado, la veracidad de esa información es más cuestionable
La información es, al mismo tiempo, más valorada y más despreciada que nunca. La información, potenciada por la revolución digital, será el motor más importante de la economía, la política y la ciencia del siglo XXI. Pero, como ya hemos visto, también será una peligrosa fuente de confusión, fragmentación social y conflictos.
Grandes cantidades de datos que antes no significaban nada, ahora pueden ser convertidos en información que ayuda a gestionar mejor gobiernos y empresas, curar enfermedades, crear nuevas armas o determinar quién gana las elecciones, entre otras muchas cosas. Es el nuevo petróleo: después de procesado y refinado tiene gran valor económico. Y si en el siglo pasado varias guerras fueron provocadas por la búsqueda del control del petróleo, en este siglo «habrá guerras motivadas por el control de la información». Parece que se está cumpliendo…
Pero, al mismo tiempo que hay información que salva vidas y es gloriosa, hay otra que mata y es tóxica. La desinformación, el fraude y la manipulación que fomenta el conflicto están teniendo un auge tan acelerado como la información extraída de las masivas bases de datos digitalizados. Algunos de quienes controlan estas tecnologías saben cómo convencernos de comprar determinados productos. Otros saben cómo entusiasmarnos con ciertas ideas, grupos o lideres —y detestar a sus rivales.
La gran ironía es que, al mismo tiempo que hoy tenemos más información que en el pasado, la veracidad de esa información es más cuestionable. Alan Rusbinger, ex director del diario británico The Guardian, ha dicho que “Estamos descubriendo que la sociedad realmente no puede funcionar si no podemos ponernos de acuerdo sobre la diferencia entre un hecho real y uno falso. No se pueden tener debates o leyes o tribunales o gobernabilidad o ciencia si no hay acuerdo acerca de cuál es un hecho real y cual no”.
El debate acerca de qué es verdad y qué es mentira es tan antiguo como la humanidad. Las discusiones al respecto que se dan entre filósofos, científicos, políticos, periodistas o, simplemente, entre personas con ideas diferentes son frecuentes y feroces. Muchas veces, estos debates en vez de concentrarse en la verificación de los hechos, se centran en la descalificación de quienes los producen. Así, científicos y periodistas son blanco frecuente de quienes, por intereses o creencias, defienden ideas o prácticas basadas en mentiras.
En 1951, Hannah Arendt escribió: “El sujeto ideal de un régimen totalitario no es el nazi convencido o el comunista comprometido, son las personas para quienes la distinción entre los hechos y la ficción, lo verdadero y lo falso ha dejado de existir”.
Más de seis décadas después esta descripción ha adquirido renovada vigencia. ¿Nos posicionaremos frente a los que han declarado la guerra a la verdad?